─Qué piensas tú, Ernesto ¿Lo infinito es algo interminable o algo que se repite una y otra vez?─, me preguntaba.
A ratos, círculos en forma de “o” salían
de su boca, entrelazándose en el aire, y una serpiente grisácea se me
enroscaba. Ni siquiera me atrevía a toser.
“¿Algo que se repite una y otra vez?”, intentaba adivinar.
Pero Ella no respondía, solo dibujaba
infinitos en mi cabeza, hurgando entre mis rizos con sus uñas ajadas en
escamas que yo escuchaba crujir y quebrárseme en el cráneo, y yo quería
marcharme de sus brazos lánguidos, pero no me dejaba. Yo quería huir
de ese olor a cloaca, a charca pútrida de sapos bocarriba, de ese
aliento sucio de vieja, pero me quedaba en su regazo, con la vista fija
en el Ouroboros.
Y con esa maldición he crecido. He vivido con Ella siempre, en
esta casa de campo grande. Ahora la llamo así, casa grande, pero antes
la llamábamos mansión, cuando digo antes me refiero a antes de que
tuviéramos que vender casi todo lo que había de valor en ella: vajillas
de porcelana, cuberterías de plata, lámparas, mantelería, sillas de
época, vendimos hasta las camas con sus doseles. Ahora lo que queda son
diecisiete habitaciones prácticamente vacías. Yo duermo en un catre y he
subsistido con la pensión que le sigue llegando a Ella todos los meses.
No me importa que la casa esté sucia, no es que no me molesten el polvo
y la roña, es que prefiero que las cosas se queden como están, que no
las toque nadie, por eso tampoco me gustan las visitas, nunca abro la
puerta si llaman, yo y la casa estamos muertos para el mundo, estamos
muertos para Ella.
Hay días en que no me muevo del huerto,
me quedo ensimismado en las escaleras del patio. Llega desde la fachada
lateral hasta los muros que rodean la casa, es tan grande que si
quisiera podría construir otra casa dentro de él, pero entonces tendría
que quitar el templete, y ya no podría mirar la angustiosa estatua que
hay en el centro. La estatua de Laocoonte; su rostro resignado. Se me pasan las horas
sumergido en esa expresión tan humana. Las dos serpientes marinas, Porces y Caribea, así me dijo Ella que se llaman, se enroscan en sus piernas. Las
envió Apolo para que mataran a los hijos mellizos de Laocoonte y así
castigarlo por algo malo que había hecho. Laocoonte parece tan fuerte, con esos músculos de
piedra. No puedo dejar de mirarlo, ni a él ni a sus hijos que se aferran
cada uno a una de sus piernas, los tres atrapados por Porces y Caribea.
Hay tanta tensión, tanto sufrimiento en ese cuerpo poderoso, pero
Laocoonte no mira a sus hijos, no lucha por defenderlos de las
serpientes. Sus ojos, su boca entreabierta se inclinan lamentablemente
hacia atrás y su cabeza queda mirando al cielo. Yo creo que reza. Se lo
pregunto todos los días: ¿Por qué no luchas? ¿Por qué te entregas,
Laocoonte?
No le pregunto por qué le castigó Apolo,
eso es lo de menos, lo que importa es la pena que cumple, cómo se
entrega a ella, el hecho de que no se rebele. Ella siempre ha tenido una
excusa para castigarme: porque tardaba cinco minutos más en volver del
colegio, porque hablaba durante la comida, porque dejaba una lenteja en
el plato. "No te has lavado los dientes, Ernesto"; "No te peinas con la
raya en medio, Ernesto"; "No te he pedido que hables, Ernesto". Y el
castigo siempre era el mismo. Me encerraba en el sótano. "Estás mejor con
los muertos, Ernesto".
Las primeras veces no me movía de la puerta, me quedaba en el primer escalón, mientras las sombras se adueñaban de mí con su oscuro abrazo de cuervo. Cerraba entonces los ojos para ver la oscuridad completa, ya que intentar encontrar a los muertos en las tinieblas de la habitación era peor. Ni sé cuántas veces me oriné. Me estrangulaba ahí abajo con la mano, pero al final tenía que soltarlo. Y eso era lo peor, porque cuando por fin Ella abría la puerta del sótano y yo intentaba huir a la cocina, me volvía a empujar dentro: “Cobarde, los niños meones no merecen estar con los vivos”. Una vez me sacudió tan fuerte que caí por las escaleras y me quedé en aquel suelo frío, sabiendo que los muertos me observaban como arañas pacientes en sus rincones. Miserablemente encogido.
Las primeras veces no me movía de la puerta, me quedaba en el primer escalón, mientras las sombras se adueñaban de mí con su oscuro abrazo de cuervo. Cerraba entonces los ojos para ver la oscuridad completa, ya que intentar encontrar a los muertos en las tinieblas de la habitación era peor. Ni sé cuántas veces me oriné. Me estrangulaba ahí abajo con la mano, pero al final tenía que soltarlo. Y eso era lo peor, porque cuando por fin Ella abría la puerta del sótano y yo intentaba huir a la cocina, me volvía a empujar dentro: “Cobarde, los niños meones no merecen estar con los vivos”. Una vez me sacudió tan fuerte que caí por las escaleras y me quedé en aquel suelo frío, sabiendo que los muertos me observaban como arañas pacientes en sus rincones. Miserablemente encogido.
En más de una ocasión, el frío de los
muertos se me metió tan adentro que llegué a perder el sentido. Luego
venía la fiebre, pero a ella no le importaba, podía dejarme tirado en el
catre durante días. Después de las primeras veces empecé a bajarme los
pantalones y a orinar en el suelo, así no me los veía mojados. “¿Ya te
has hecho amigo de los muertos, Ernesto?”, se enorgullecía mientras los
palpaba.
La idea de bajar con cerillas al sótano
me la dio un niño de mi colegio: Saúl. También me dijo que para vencer
la maldición del Ouroboros, probablemente primero tenía que hacerme
inmune al veneno de serpiente, para que esos bichos no me impidieran
defenderme de la muerte como hacían con Laocoonte. “Cómete un puñado de
arañas muertas y verás cómo su veneno te hace inmortal”, me dijo. Saúl,
sus ojos brillantes. El único amigo de verdad que he tenido. Su dedo en
alto, desafiante, báculo de ideas demoledoras. A lo mejor si yo hubiera
tenido unos padres como los de él que eran profesores, habría sido igual
o más listo. Empecé a peinarme con la raya a un lado como él, a llevar
la mochila colgada de un solo hombro como él, y a levantar el dedo
índice cuando se me ocurría algo, como hacía él.
La primera vez que hablamos Saúl y yo fue
en el recreo: “¿Por qué haces eso?”, me preguntó. Yo dejé de mover la
aguja con la que me tatuaba hasta sacarme sangre el Ouroboros de la
familia, una y otra vez, en el antebrazo. Y me tapé con el jersey para
que no lo viera la maestra, como me había ordenado Ella.
“La única forma de vencer a los muertos es ser uno de ellos”, le contesté.
“La única forma de vencer a los muertos es ser uno de ellos”, le contesté.
Saúl siguió haciéndome preguntas y acabé
por contarle lo del sótano. Ese mismo día me explicó lo de comerme las
arañas, y también ese día planeamos lo de las cerillas, él tenía unas
para encender petardos. “Podemos tirar un petardo y pegarles un susto de
muerte a los muertos”, me dijo levantando su dedo. Me reí tanto que me
dolió el estómago.
El día que escogimos coincidió con la
primera luna llena de primavera, por eso cuando Saúl y yo atravesamos el
huerto, la explanada estaba más iluminada que otras veces. Los días
siguientes al equinoccio, Ella siempre estaba muy alterada, y salía de
casa por las noches: “Hay que aprovechar la energía de los muertos,
Ernesto”, decía. Tal y como habíamos planeado le dejamos una ofrenda a
Laocoonte: dos ratones muertos. Mi amigo quería haberle llevado dos
serpientes, pero no encontramos ninguna. También nos habíamos atado un
cinturón de petardos al cuerpo, aunque solo íbamos a tirar uno. “Aguanta
la respiración”, le dije antes de abrir la puerta del sótano. Cogimos
aire, y bajamos las escaleras muy despacio, tanteando la pared. No era
por el olor de los orines, yo ya estaba acostumbrado a él, era solo que
pensé que haríamos menos ruido si no respirábamos. El chasquido de la
cerilla rompió el silencio. “¿Qué es eso?”, busqué los ojos de mi amigo,
“¿El qué?”, una mano fría me tocó, “Eso”, el dedo índice de Saúl señaló
detrás de mí: “Eso”. Me giré tan rápido que la cerilla se apagó. Tampoco me importó porque yo estaba acostumbrado a estar a oscuras allí abajo:
“Parece un ataúd”, dije. Encendí la tercera cerilla y, entre las
tinieblas, apareció a la vista un enorme sarcófago de piedra, y sobre él,
en relieve, estaba grabado el Ouroboros. Lo observé hasta que me quemé
los dedos y volvió la oscuridad. “Abrámoslo”, me susurró Saúl y
quitándome la caja de cerillas encendió la última que nos quedaba. Posé
mi mano sobre la piedra fría y acaricié la serpiente
haciendo el gesto del infinito durante un rato, igual que cuando me lo
tatuaba en el brazo. Estaba ya levantando la tapa, cuando
una voz que parecía de otro mundo, entró en el sótano:
─Y ahora, Ernesto, ¿qué piensas? ¿Lo infinito es algo interminable o algo que se repite una y otra vez?
La mano fría de Saúl me agarró, sus latidos lentos y fuertes no le dejaban hablar, balbuceaba, se atragantaba, señalaba con su dedo índice la puerta del sótano: allí, manchando el umbral de la luz, rígida como un demonio espectral, estaba Ella. Con un cuchillo en la mano, su sombra bajó por la pared. “Habéis despertado al Ouroboros, ahora, su hambre no tendrá límite. No tenías que haberlo traído, Ernesto”. Me lancé a sus piernas para rogarle: “Saúl sabe guardar secretos”, supliqué. Pero la sombra no se detuvo: “Solo los muertos saben guardar secretos”. Y entonces sentí, como tantas otras veces, el frío de los muertos y, como tantas otras veces, perdí el sentido.
La mano fría de Saúl me agarró, sus latidos lentos y fuertes no le dejaban hablar, balbuceaba, se atragantaba, señalaba con su dedo índice la puerta del sótano: allí, manchando el umbral de la luz, rígida como un demonio espectral, estaba Ella. Con un cuchillo en la mano, su sombra bajó por la pared. “Habéis despertado al Ouroboros, ahora, su hambre no tendrá límite. No tenías que haberlo traído, Ernesto”. Me lancé a sus piernas para rogarle: “Saúl sabe guardar secretos”, supliqué. Pero la sombra no se detuvo: “Solo los muertos saben guardar secretos”. Y entonces sentí, como tantas otras veces, el frío de los muertos y, como tantas otras veces, perdí el sentido.
La luz del alba, rebosante de paz,
me despertó en mi habitación a la mañana siguiente. Solo cuando bajé al
huerto entendí que algo terrible había pasado: a la izquierda de la
estatua de Laocoonte, igual que el bulto de un tumor que aparece de un
día para otro, estaba el primero de los túmulos que hasta hoy han ido
creciendo en el huerto.
Desde el día que desapareció Saúl,
intenté evitarla. Sabía que me vigilaba detrás de las puertas, a veces
escuchaba su risa al final de un pasillo, o en la habitación contigua y
yo echaba a correr hasta el otro lado de la casa, pero no volví a verla,
aunque siempre estaba en mis pesadillas: se desparramaba, deshaciéndose
en una masa mórbida de un amarillo cremoso que avanzaba por los
pasillos de la casa hacia mí. “Has sido tú, Ernesto”, me decía, “Ahora,
tendrás que saciar su hambre, a no ser que…”, ¡¿Qué?!, le gritaba yo
desesperado. “A no ser qué respondas a su pregunta, Ernesto: ¿Lo
infinito es algo interminable, o algo que se repite una y otra vez?”.
Saúl no fue el único niño que me acompañó
al sótano. Le hablé de la maldición del Ouroboros a más niños, pero no
en el colegio, fue muchos años después, y siempre fueron ellos los que
me buscaron a mí, como el inglesito que me preguntó por Saúl. Que sabía
que diez años era mucho tiempo, pero que si yo me acordaba de algo
acerca de lo que le había pasado a Saúl, él quería saberlo. Curiosidad de niño, supongo. El inglesito tenía la misma
edad que teníamos Saúl y yo cuando planeamos lo del sótano. “Eres muy
pequeño para jugar a detectives”, le dije. Pero el inglesito insistió,
que había hablado con la gente del pueblo, y que todos decían que yo
había sido el mejor amigo de Saúl, el último que le había visto antes de
su desaparición. Y luego me hizo otras preguntas que no tenían nada que
ver, como que por qué yo trabajaba de basurero. Que yo parecía un tío
listo, me dijo, y que me había visto varias veces en la biblioteca. Era
cierto, me he leído todos los libros de esoterismo y ritos funerarios
que he encontrado, he indagado cuanto he podido acerca del Ouroboros.
Por aquel entonces, mis investigaciones me habían conducido hasta un
jeroglífico hallado en el sarcófago de una pirámide egipcia del 2300 a.
C., un sarcófago que era idéntico al que había en el sótano de mi casa.
Probablemente el inglesito tenía razón, yo debería haber ido a la
universidad, pero no lo hice, tal vez porque mi destino ya estaba
decidido antes de que yo naciera, porque mi deber era otro que nada
tenía que ver con el mundo de los vivos. A la policía le había dicho que me
había despedido de Saúl en la parada del autobús, pero al inglesito le
conté la verdad, le hablé de la maldición del Ouroboros, le confesé que
lo que más me intrigaba era saber qué había dentro del sarcófago, pero
que nunca más lo había vuelto a tocar por miedo a despertar su hambre de nuevo. Aunque
yo no había vuelto a bajar al sótano, podría bajar si él quería, pero se
lo dejé muy claro, a él y a los demás niños que vinieron después: “Para
vencer el miedo a los muertos, tienes que ser uno de ellos”.
Lo primero que le enseñé fue cómo comerse
las arañas, seguimos el ritual de Saúl: “Primero probamos con
telarañas, las removemos con el dedo hasta hacer una bola y nos las
tragamos, y después hacemos lo mismo con las arañas, así, como si fueran
albondiguitas”. Se la ponía en la punta de la lengua, y repetía las
palabras que me enseñó Saúl. “Recibe el veneno del demonio para poder expulsarlo de
ti”. Si alguna vez te pican en la boca, el dolor es placentero. Yo me
agito y pongo los ojos en blanco, eso les causa admiración: “No puedes
conmigo, soy más fuerte, soy un ser superior”. Quieren hacerlo ellos
también, sé que se les hace agua la boca, y cuando ya tienen dentro la
bola de araña, les pido que la mantengan un rato apretada contra el
paladar.
Realmente creí que podía
vencer la maldición del Ouroboros. Solo mientras buscaba una
respuesta a su pregunta, me dediqué a saciar su hambre. Siempre que les
hablo de ella, todos los niños quieren saber que hay dentro del
sarcófago, y se ofrecen a acompañarme. Yo les digo que hay que aguantar
hasta el equinoccio de primavera. Se pasan un año esperando, para que
cuando ya estamos en el sótano, les entre el miedo en el último minuto y
quieran echarse atrás. Respiro su miedo siempre que levanto la tapa. Y
eso es lo que creo que más le enfada a Ella, que abramos el sarcófago
del Ouroboros, porque al hacerlo, antes de que nos dé tiempo a mirar
dentro, se abre de golpe la puerta del sótano, como empujada por un mano
fantasmal, y entra el frío de los muertos, e igual que la primera vez
con Saúl, ese frío de los muertos me hace perder el sentido. Me levanto
siempre al día siguiente, y de los niños nunca vuelvo a saber nada. Pero
siempre hay un túmulo nuevo en el huerto que yo adorno con piedrecitas
formando un símbolo de infinito en la cima.
Esta noche la luna ilumina los álamos del
huerto, hace que parezcan brazos inquietantes estirándose hacia el
cielo, los miro desde mi ventana, y juraría que allí abajo, sombras
desvalidas, raquíticas, se levantan de los túmulos y desfilan
resignadas, quién sabe a dónde. Y ahí sigue Laocoonte, la luz de la luna
entra a través del tragaluz del templete y encuentra su resignado
rostro. El choque dura pocos segundos: herido por su luz recta y aguda,
el pobre Laocoonte recibe a la luna llena igual que a una cuchillada
lenta, y yo no puedo soportar más la resignación que hay en sus ojos.
Solo después de que esa luz blanca le absorba la vida, la oscuridad lo
cubre con su manto fúnebre y blando de nuevo. Y Ella aparece, se refleja
en el cristal de mi ventana, como ahora, que está detrás de mí, observándome. Esperando. Cierro los ojos,
rogando que se vaya, pero ha adivinado lo que voy a hacer, por eso no se va.
Todo habría seguido igual sino fuera por
el último niño que ha venido. Se parecía a Saúl, ha sido igual de
valiente que él. Ha abierto él mismo el sarcófago y se ha reído: “Has
vestido de viuda a un esqueleto”. Lo ha hecho muy rápido, no me ha dado
tiempo a detenerlo, la ha tocado, y de repente ha arrancado uno de sus
huesos y lo ha blandido en el aire: “Atrás muertos, atrás”. Me ha
golpeado a mí con ese hueso, y se ha reído cuando me he acurrucado en el
rincón del sótano. “Vamos, muertos, no seáis cobardes”. El hueso en su
mano como una espada de mentira. “Vete”, le he dicho. Pero él se ha
puesto a bailar, y ha querido arrancarle más huesos. “¡Vete!”, he
gritado.
Ella sigue detrás de mí, y en la
oscuridad de mi ventana, su rostro tan blanco puede confundirse con el
reflejo de la luna. “No me importa que estés enfadada”, le digo. Pero
Ella sigue quieta, detrás de mí. “Ese niño era valiente, como Saúl, por
eso le he dejado marchar”, le grito. He volcado el tintero sobre la
mesa. Ya no puedo seguir escribiendo. “No sé la respuesta, no sé cuál es
la respuesta, déjame descansar”, le ruego, pero es inútil huir de la
maldición del Ouroboros, tanto como ignorar que la vida pertenece a la
muerte.
No sé qué es lo infinito, si algo
interminable o algo que se repite una y otra vez, pero tengo que saciar
el hambre del Ouroboros de alguna manera. Voy a llevar a cabo el que
creo que será mi único acto de verdadera voluntad: voy a quitarme la
vida, como habréis adivinado. Entraré en ese sarcófago y lo cerraré sobre mí, saciaré su hambre
interminable, las desapariciones dejarán de repetirse una y otra vez. No
sé si es la solución, es lo único que se me ocurre, pero tengo miedo,
sé que siempre habrá alguien , un niño curioso, o algún científico que
se crea por encima de la vida y la muerte, de lo espiritual, que abrirá
de nuevo el sarcófago. Por eso me he decidido a escribir sobre la maldición del Ouroboros, para avisar a los
temerarios: no busquéis nunca el sarcófago, y si el sarcófago os
encuentra a vosotros, no lo abráis, no seáis necios, a no ser, claro,
que sepáis la respuesta a su pregunta: ¿Lo infinito es algo interminable
o algo que se repite una y otra vez?
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