miércoles, 25 de enero de 2012

El Sueño Ambulante

Me apoyo sobre los hombros del listo, haciendo presión para levantar mi cuerpo en vertical. Abro las piernas en el aire y aguanto dos segundos la pirueta. Él está todo tieso, seguro que piensa que si se mueve me caigo.

—¿Qué haces, tonta? —me escupe cuando aterrizo en firme.

—Cirqueo.

—Ya.

—¿Has oído hablar de El Sueño Ambulante? —le pregunto.

—Sí.

El listo siempre contesta con monosílabos si le haces una pregunta. Cómo está de vuelta y media con todo, debe creer que emocionarse es cosa de marcianos. Los que miran a la realidad directamente, como él, no se asombran por nada. Todo les parece normal, y todo les parece una estupidez. Pero yo sé cómo hacerle hablar. Nadie conoce al listo mejor que yo:

—¿Y no te gusta? Su creador está demostrando a la gente que el poder interior mueve más a la gente que el dinero.

—Menuda soplapoyez. ¿En qué mundo vives, Plumilla? En el mundo real no pasa eso. En el mundo real la esperanza la aniquila el hambre. Dejas que te llenen la cabeza de historias.

El listo siempre mira a lo lejos, y yo no sé si mira al horizonte, hacia el desierto que nos rodea, o si no mira a ninguna parte. Cuando me quedo callada, la conversación puede nadanizarse. Pero hoy, el listo gira un poco la cabeza, hasta que su barbilla casi le toca el hombro y parece que va a mirarme.

—Espabila, plumilla. Busca un trabajo. Y cuando tengas dinero, cirquea o haz lo que te dé la gana.

Mi madre decía que si miras a alguien a los ojos  y te devuelve la mirada, si los dos aguantáis un rato, entras en su alma y que, así, puedes enamorar a un hombre. Yo quiero enamorar al listo. Revoloteo a su alrededor como una mariposa para posarme en sus ojos, pero ha bajado la mirada al suelo, y de ahí ya no la levanta.

—He oído que por ahora solo se unen al Sueño Ambulante los que no tienen nada que perder como  los sintecho o los artistas sin sponsor. —Agito mis brazos en un baile imaginario, dramatizando—: pero yo creo que puedes tenerlo todo y unirte a ellos.

 El listo chasquea la lengua:

—Siéntate, que de verdad pareces tonta.

Le obedezco, y decido que me voy a poner muy seria. Sí, esta vez voy a hablarle seriamente al Listo:

—Puedes escoger ser un marginado —le digo.

Deben ser las cuatro, porque se gira al escuchar el pitido del tren que se acerca. Es lo único que se oye en el desguace. Nos gusta este sitio porque pica el silencio. Bueno, a veces también se escucha una chapa que golpea, cuando hay viento, y otras incluso resbala algún trasto de entre la chatarra acumulada. Esas veces los dos nos quedamos callados, esperando mientras choca contra las carrocerías oxidadas hasta clavarse en el suelo para siempre porque aquí nadie limpia. El calor, la arena y la gasolina emanan un olor espeso, pero a nosotros nos gusta estar aquí, en La Guarida. El pitido del tren se agudiza. Yo arrastro con el pie las colillas del suelo, y formo un montón, son todas del listo. Aquí no viene nadie más que nosotros.

—Me voy a levantar el país —se despide mi amigo.

A lo mejor tiene razón, a lo mejor él va a levantar el país y yo a darle la vuelta. Mientras él se aleja, por un momento, me quedo ensimismada: una enorme polvareda se ha levantado en el horizonte.

—¡Mira! —le grito.

Del Listo ya solo queda el perfil de su espalda, el perfil de su espalda evaporándose en el día soleado de hoy. Los rayos blancos se lo están comiendo, lo desdibujan, y el Listo va desapareciendo poco a poco de mi vista.

—¡Mira, Listo! —le vuelvo a gritar—: ¡Joder! Te lo estás perdiendo.

Y luego respondo a esa pregunta que él no me ha hecho, aunque yo he imaginado que sí:

—Ese punto negro que se nos acerca, Listo -señalo el horizonte-, ese punto negro que se está haciendo más grande, que empieza a llenarse de colores y avanza a ritmo de molinillo de feria… es la puerta de El Sueño Ambulante.

Y luego miro hacia atrás, hacia la luz blanca que se ha comido a mi amigo, y le grito a la nada:

—¡Adiós!

Y el molinillo de colores, que ya está a solo un paso de mí, me engulle.