lunes, 4 de julio de 2016

El triptófano de los garbanzos




Aquel hombre parecía de lo más normal, a pesar de su traje azul desgastado y grisáceo. En realidad no sé si estaba un poco delgado o el traje le quedaba grande. Miraba el asiento vació de enfrente sin pestañear. Tal vez, para lo blanco que tenía el pelo, podían resultar curiosas sus cejas, tan oscuras, y esa pequeña calva que por las manchas y el brillo, antes de sentarme junto a él, me había recordado a una bola del mundo barnizada.  Desde luego que si me hubiera parecido un loco o un borracho de esos que se meten en el metro para huir del frío, hubiera seguido leyendo mi libro de cuentos, y no me habría dirigido a él como lo hice. Puse mi mano sobre la suya, y debía tenerla fría porque, aunque solo le rocé, él hombre se estremeció.

—¿Está usted bien, Señor? —le pregunté.


Me miró tan fijamente. Sus ojos tenían algo como de lucha inútil. He visto antes miradas como esa, con una tensión agotadora, de pupilas que son pozos de alquitrán con aves atrapadas en ellos. Le temblaban las lágrimas en el borde. Retiré mi mano, y al momento, ese algo de sus ojos se relajó y el hombre empezó a hablarme:

—En realidad —me dijo—, es normal lo que me pasa.


Y volvió a mirar al frente.

—Si somos sinceros con nosotros mismos, a todos se nos ha aparecido alguna vez un fantasma.

Yo asentí con la cabeza. El hombre tendría la edad de mi abuelo y no me pareció oportuno contrariarle.

—Y si alguien se lo niega —continuó—, y le dice que no ha visto nunca un fantasma, dígale qué se lo haga mirar.

—Y cuál es su fantasma, Señor —le pregunté intentando que mi voz sonara dulce, igual que  si me dirigiera a un enfermo.

—Ella —me contestó.

Y señaló el asiento de enfrente. De nuevo dejé de respirar, y hasta me mareé un poco. Por un momento creí que iba a ver en ese asiento, qué se yo... Naturalmente estaba vacío. 
—¿Quién es ella? —le pregunté.

—La mujer con rostro de cuchara metálica al revés —me contestó señalando al asiento de enfrente.

Aquello me alivió bastante. A ver, digamos que una mujer joven de rostro pálido y ojeras, me hubiera impresionado, pero a una mujer-cuchara no te la puedes tomar en serio.

—Vaya, —le dije cariñosamente, igual que hago con mi sobrino cuando me explica un juego—: ¿Y qué le dice la Señorita Cuchara?

—Nada —gimió él.

Agachó la cabeza y el rostro se le llenó de sombras.  Estaba llorando. No estábamos solos en el vagón, al lado nuestro había un chaval con auriculares, una niña con una carpeta rosa, y una  embarazada con el pelo sucio. Mas lejos un hombre con un maletín, un chico con letras tatuadas en los dedos. Podría haberles pedido un clínex, pero ni siquiera nos miraron. Y aunque supongo que no tenían la culpa, los maldije a todos. Maldije sus rostros indiferentes. Aquel hombre que lloraba a mi lado me hizo sentirme terriblemente mezquina ya que, yo misma, hacía solo un rato, había tenido la certeza de que si fuera un loco o un borracho no iba a perder ni un minuto escuchándolo. ¿Y qué si estaba loco? pensé mientras ponía mi brazo sobre su espalda.

—Vamos, no pasa nada —le recomforté— ¿Quiere hablarme de esa mujer?

—Ella es Juana, mi esposa —me presentó al fantasma entre hipos—: siempre que subo al metro, ella se sienta ahí enfrente.

—¿Y qué es lo que quiere? —le pregunté—. ¿Por qué lo hace?

—Pues no lo sé. Está muy rígida, y fría, y distante, y yo no sé... —me contestó negando con la cabeza.  

Y volvió a taparse el rostro. Le dejé llorar, con tranquilidad. 

—Sé que está muerta, y que solo es un fantasma —se excusó al cabo de un rato—. Solía quejarse de que yo nunca alababa sus guisos.

El sonido del altavoz del metro se comió sus siguientes palabras. “Alonso Martínez”. Mi parada era Núñez de Balboa y ya me la había pasado, así que tendría que bajarme en la siguiente si no quería llegar tarde al trabajo, pero no lo hice.

—“Pues si no los aprecias: te quedas sin garbanzos”, me decía mi Juana. Pero yo comía y me iba al sofá. Necesitaba esa siesta, olvidarme del trabajo...

—Explíqueselo —le interrumpí.

—¿Quiere que hable con el fantasma?

Asentí. El hombre suspiró, se frotó las manos muy despacio, y luego miró de frente:

—Me gustaban tus garbanzos, Juana. Mucho. Seguro que es porque llevan triptófano, que tú decías que aumenta la felicidad. Desde que te fuiste no he vuelto a comerlos, pero hoy los cocino por ti: me quedo en casa y descorcho una botella de vino, y por la tarde no voy a trabajar. Llamo a mi jefe y le digo que voy a saborear los garbanzos uno por uno.

El hombre hablaba tan rápido que pensé que a lo mejor Juana por fin le enseñaba el rostro, y me la imaginé con pelo claro, y una sonrisa muy tierna, patas de gallo alegres, ojos azules y la piel tan blanca... como la de mi madre. Y frente a ese recuerdo repentino me sentí débil, tanto que creo que dije en voz alta "¿Qué haces aquí?" Tan absorta estaba, que cuando noté otra mano rozar la mía, como un soplo gélido, pegué un respingo y miré estremecida a la desconocida sentada a mi lado que me preguntaba:

—¿Está usted, bien, Señorita?