miércoles, 10 de enero de 2018

Australia, el puzzle maravilloso.

Montaña sagrada de Kata-Tjuta


Me comprometí a escribir para los blogs de LAE y de SACE sobre mi viaje a Australia, y, la verdad, no sé por dónde empezar. Y me estoy agobiando. Aparte de hincharme a ver canguros y koalas, de dibujar la Ópera de Sydney y los rascacielos de Melbourne o de conducir por la izquierda a lo largo de la Great Ocean Road, me han sucedido demasiadas cosas desde que estoy aquí. Por ejemplo, si no fuese porque tengo una foto, no os creeríais que durante uno de mis viajes por el territorio Norte de Australia, nos detuvimos en Devils Marble y se me apareció Kngaritja, la Serpiente Arco iris, entre una de esas rocas redondas como canicas. Los aborígenes dicen que son los huevos que Kngaritja dejó cuando estuvo allí durante el Tiempo del sueño o Dreamtime, como ellos lo llaman. También cuentan que, si alguien la ve, significa que va a llover. Y es cierto porque, no solo posó para que le sacara la foto que cuelgo en el blog, sino que, efectivamente, dos días más tarde, cuando por fin llegamos al lugar que los aborígenes consideran el ombligo del mundo, vi llorar a la montaña sagrada de Uluru. Y eso nunca, o casi nunca sucede, porque Uluru está en medio del desierto, en el área que se conoce como Red Centre. Os explicaría por qué se considera la roca más grande del mundo, y por qué es el punto de encuentro de todas las tribus aborígenes desde hace más de 40000 años (para que luego digan que la historia de Australia es reciente), pero no voy a hacerlo porque esta no es la historia que quiero contar. Aunque, comparada con ella, el resto de historias parecen pequeñas, como cuando nadé a solas con una tortuga gigante en mitad del mar o cuando “le regalé” mi sándwich a un águila que me rondaba en las arenas de silica blanca y brillante de Hill Inlet donde se rodó Piratas del Caribe. 

Seguro que ya está por ahí el típico listo diciendo que esto no es una serpiente, pues no, ya lo he dicho, es Kngaritja, la Serpiente Arco Iris.

En Australia he hecho cosas que no imaginaba como jugar con una serpiente pitón o dormir bajo las estrellas alrededor de una hoguera envuelta dentro de un swag en un campamento en medio de la nada. He visto especies en extinción como las kakatuas negras de cola roja de Kangoroo Island, y ¡he visto al demonio! (el de Tasmania). 



También he pedido un deseo en la Bahía de los fuegos, y, aunque no tenga nada que ver, he aprendido a hacer salsa holandesa, huevos Benedict, alitas de pollo con salsa de vinagre dulce con mis homestay Tolsten y Fiona. Y me he negado a probar una pasta negra y viscosa como el alquitrán que le echan a la tostada cada mañana, el Vegemite impronunciable ese que hasta tiene una canción. En Australia, un día estaba deambulado hechizada por la música de los Busker en las calles de Melbourne, y al otro, caminado por las orillas de Fraser Island mientras las rayas se deslizaban y escapaban entre mis piernas a cada pisada; un día estaba tomando cervezas con Kevin y Tracy en un bar mientras contemplaba las luces chispeantes de los rascacielos reflejadas en el rio Yarra, y al otro, perdida en mitad del Océano durante horas en el barco de Juan Pablo y Lalo porque se nos rompió el motor y no sabíamos si íbamos a poder volver a tierra o si nos vendrían a rescatar.  En Australia he visto playas infestadas, no de tiburones, sino de surfistas y he llegado hasta una playa desierta en el parque nacional de Noosa, andando durante horas por su bosque de casuarinas y eucaliptos, y he sorteado los peligros de las medusas venenosas porque, después de bañarme tres veces en esa maravillosa playa virgen, me di cuenta de que la orilla brillaba con pequeñas y adorables pompitas azules de enormes tentáculos. Menos mal que las vascas estamos a prueba de todo. 
Fraser Island

Y pensar que todo empezó el día que me perdí en el aeropuerto de Melbourne buscando mi maleta azul, grande, vieja, que, porque no tiene nada de especial, nunca sé diferenciarla de entre el resto de maletas que corren en la cinta transportadora. Tal vez sea que me esfuerzo en perderla, para que desaparezcan todos los miedos que guarda dentro. Porque, llamémoslos miedos, incertidumbres, o deseos, pero ese es en realidad el único equipaje que llevamos todos en cada nueva aventura.
En Australia, en Australia, en Australia… podría seguir.
Pero ya he decidido cuál es de todas las historias que he vivido aquí, la que os quiero contar: la de las sirenas que me contaron sus sueños justo antes de que un ciclón del tamaño de toda España asolara el lugar en el que yo estaba viviendo, Airlie beach. Me ha costado decidirme entre esta y la de mi adentramiento en el conocimiento de las Dreaming stories durante mi viaje a la montaña sagrada de Kata Tjuta. Pero os contaré la de las sirenas. Espero que cuando haya acabado no creáis vosotros también lo que dice la adolescente sueca esa de diecisiete años de que Australia no existe y, por tanto, que yo os escribo desde la irrealidad. 

Hill Inlet

Os voy a hablar de las sirenas porque ellas me confiaron un secreto que creo que ha llegado la hora de compartir: el material del que están hechos los sueños. Pero no cualquier tipo de sueño, sino esos sueños que nos ponen en movimiento, esos que, como diría Jung, convocan un destino. Porque eso de que uno/a viaja para encontrarse a si mismo, uufff, es un tópico que ya cansa. Está ya muy mascado. Yo ya me encontré a mí misma la primera vez que mis padres me pusieron junto a un espejo y me pegué un susto de muerte, tanto que todavía me sigo llevando las manos a la cara en el mismo gesto cuando algo me asombra de verdad. Las sirenas me hablaron de sueños reales, palpables: estudiar en una universidad que tiene más salidas que las de tu propio país; llegar a ser el actor que siempre quisiste ser; vender tu casa, tu coche y hasta tu ropa (tu perro no, por favor) para venirte a Australia y conseguir esa calidad de vida que no tenías; traerte a tus hijos, a tu familia entera o mandarles dinero, dinero y más dinero; montar el negocio que siempre quisiste; huir de la inseguridad de tu país; sacarte el maldito 6.5 del IELTS cuyas preguntas son más engañosas que la publicidad en un supermercado... Pero hago un inciso porque tengo que aclarar que ninguno de estos era mi sueño. El mío no era ni mínimamente tan admirable. De hecho, antes de venir a Australia, cuando me preguntaban que por qué me iba a la otra punta del globo, simplemente respondía: Porque sí. ¡Porque sí! Dios, me miraban como si estuvieran contemplando a la palabra Libertad hecha carne. ¿Cómo no iba a sentirme satisfecha con mi respuesta? ¿Por qué había de buscar nada? ¿Acaso la vida no era más que un universo azaroso y sin voluntad en el que pocas cosas hay tan importantes como simplemente ser feliz?
Eso pensaba, hasta que conocí a las sirenas.
Las conocí en Daydream Island. Eran tres. Me quería hacer una foto con ellas y mi amigo Aitor me dijo que trepara por la que estaba a la derecha. La sirena tenía el torso y los pechos de una modelo brasileña esculpidos en bronce, con una pátina azul verdosa hecha con sales de cobre que mimetizaba las escamas de su cola con la roca en la que estaba tumbada, tomando el sol. Lo que quiero decir con esto es que NO era real, aunque lo pareciera. Me senté encima de ella, como si tal cosa, y no me inmuté mucho cuando me dijo al oído:
—Me llamo Infinity, es el nombre que me puso mi creador, David Joffee.


No la miré porque quería salir bien en la foto esta que acabo de poner —soy super presumida—, pero entonces me dijo algo que me dio risa:
—Quiero volver al Océano.
Dejé de posar para la cámara, me eché hacia atrás, y alcanzando su oído, le dije lo más tiernamente que pude:
—Eso es imposible.
Y, entonces me pareció, porque obviamente no sucedió, que levantaba una ceja con condescendencia:
—¿Por qué?
Cogí aire (para mí no era nada fácil explicarle que ella no estaba viva, que no era real, y esas cosas) y lo solté despacio antes de contestarle de nuevo, con extrema suavidad:
—Es que tú estás hecha de bronce, y tu cola… lo que voy a decirte, bueno, es complicado: tú no puedes nadar.
Y me quedé un rato allí sentada, sintiendo las escamas de su cola pegándose y dando forma a mis muslos, recostada sobre su pecho caliente, sin querer mirar los ojos tristes de Infinity que, por mi culpa, sabía que nunca podría cumplir su sueño. Qué necia fui, ella estaba triste, sí, pero porque debió sentir pena de mí. Cuando al fin descendí por su cuerpo con torpeza, agarrándome de nuevo a sus curvas, me espetó de forma enigmática:
—Tú también eres solo un sueño atrapado en la materia. 

Había escuchado hablar de la mala leche de las sirenas, pero Infinity tenía la de todas ellas juntas. Me fui de allí sin mirar atrás por miedo a convertirme en piedra o que sé yo. De todas formas, no pude darle más vueltas a sus enigmáticas palabras porque, apenas volví a mi apartamento con vistas al mar en Airlie Beach, me llegaron las noticias del ciclón al que todavía no habían bautizado Debbie. Y, al día siguiente, al llegar a la escuela de inglés, nos dieron un papelito con instrucciones: comprar víveres para varias semanas, velas, no salgáis durante el ciclón... Cuando volví a mi apartamento, la dueña me dijo: No pasa nada, cómprate una linterna. Al día siguiente ella ya había hecho sus maletas y la descubrí cuando huía a casa de una amiga. Espero que tengas un lugar donde quedarte, me dijo la muy perra, nos evacúan. Gracias a Dios, pude irme a la Student House de la escuela con Alice y Philip. 
Ozú, lo que se nos viene encima

Negación de la realidad

No sé si habéis pasado por un ciclón pero, para mí, los momentos previos fueron los peores porque no sabes qué va a pasar. Escuchábamos noticias alarmantes de que el monstruo estaba cogiendo carrerilla —hasta se habló de CAT5 que es la máxima—, y como no me falta imaginación, se me pasaba lo peor por la cabeza. Lo único que me importaba era que mi padre no se enterase. Al final fue un ciclón de CAT4, pero el más terrorífico, por lo mucho que duró (tres días), desde el ciclón Tracy de 1974. Y tocó tierra en el preciso-mismo-lugar en el que estábamos nosotros, Cannonvale, al lado de Airlie Beach. Estuvimos en el ojo del ciclón. Teniendo en cuenta que el bicho abarcó un área del tamaño de toda España, como ya he dicho antes, os podéis imaginar lo irónico de la coincidencia. Toda Queensland quedó absolutamente devastada. Durante tres días en los que me pasaron miles de cosas que aquí no tengo espacio para contar, tuve la sensación de estar dentro del túnel de lavado de un coche, con los árboles y los vientos de hasta 263km/h azotando las ventanas, el tejado y las paredes de la Student house, como el lobo feroz de la fábula queriendo que salieran los tres cerditos.
Bueno, pues ¿sabéis qué es lo mejor de todo? ¿Cuál fue una de las noticias que más salió en los medios después de aquellos días, cuando la ciudad ya se había convertido en un escenario de The Walking Dead con los supermercados arrasados, sin agua y sin electricidad?
Que las sirenas de Daydream Island habían desaparecido.
Se las había tragado el Océano.
¡Maldita Infinity! ¡Esa sirena de bronce verdigris había hecho su deseo realidad!
Daydream island antes
 
Daydream island después
Entendí dos cosas, primero, que como me aseguró Infinity antes de conjurar el Universo en su favor, todos somos un sueño atrapado en la materia y, segundo, que los sueños son más fuertes que el material del que están hechos.
No importa quién sueñe ni qué sueñe, como dice mi amigo Pablo de Málaga: si tu deseo está bien colocado, se hará realidad. Por supuesto, hay que tener cuidado con lo que se sueña (la ambición de las sirenas arrasó con toda Queensland), y hay que ser consciente (qué palabra tan bella) de lo que uno realmente quiere y sueña porque, una vez formulado tu deseo, el universo se ordena para que se cumpla. Por otro lado, cuando no se tienen sueños propios, eres solo una herramienta para que se cumplan los de los demás. Si este es tu caso, si tienes la sensación de que no sueñas por ti mismo, de que vives solo para ganar dinero, de que trabajas para que se cumplan los sueños de otros, si solo cumples con las expectativas de una sociedad que no te satisface y con la que no te identificas… empieza a soñar de nuevo. Que si Dios inventó los sueños, por algo y para algo es.
Ahora os voy a confesar que yo si tenía un sueño cuando me vine a Australia, pero me avergonzaba decirlo, por eso me llenaba de ínfulas cuando decía que me venía porque sí. Mi sueño era escribir y viajar mientras lo hago, para seguir contando las historias de la gente, para entender el mundo. Pero me daba vergüenza hacerlo mal, fracasar, incluso que a la gente le pareciera pretencioso. 
Uluru

Todavía me gustaría contaros algo que he aprendido en Australia, tiene que ver con las Dreaming stories. Resumiendo muchísimo: mi amiga Cathy, que ha trabajado con aborígenes y conoce muchas de sus historias mejor que nadie, me explicó que cuando todas las tribus aborígenes se juntan en la montaña sagrada de Uluru, cada una trae consigo una parte de la historia de la creación. No hay una tribu que conozca todas las historias, así que su funcionamiento es como el de un puzle: cada una conoce una pequeña parte de la historia y en Uluru se juntan todas las piezas. Pero solo los más sabios llegan a conocer la historia única y completa.
Así me he sentido yo aquí porque, la mayoría de los amigos que he hecho no son solo australianos, sino que vienen de todos los países del mundo. Cada uno trae su propia historia soñada, esos sueños reales y palpables de los que os hablaba al principio; un fragmento de una historia única y bella que a mí me gusta coser mientras me cuentan las peripecias que pasaron hasta llegar aquí.
Cada uno de nosotros, es una pieza más del puzle. 





Pero como pasa con todos los sueños —seguramente por la materia de la que están hechos—, hay un momento en el que todas esas historias de la gente que has conocido en el camino se vuelven irreales, como si nunca hubieran sucedido. Es el momento de volver. Cuando vas a regresar a tu país, piensas: Tal vez esto solo fue un sueño, tan caprichoso como el tiempo de Melbourne. Puede ser. Tal vez los sueños no son más que un espejismo, y no existen, como Australia, pero yo, cuando cierro los ojos, puedo ver claramente a Infinity, nadando con su cola de bronce en las profundidades del Mar del Coral, esperando a que algún marinero descreído se la encuentre, y pueda volver a soñar.  

Ingredientes de la Receta mágica sobre cómo llegar al país ese que dicen que no existe, leáse “Cómo viajar Australia”:
• Un deseo-sueño bien cocinado.
• Conocer a una persona que actúe como Portal mágico a otro mundo: Olga de LAE. (Sí, hay personas que son portales a otros mundos pero aparecen solo cuando has formulado tu deseo)
• Una escuela con sedes en puntos estratégicos dentro de Australia que te permita moverte de un lugar a otro sin gastar mucho dinero: SACE.
• Una student visa para, aparte de aprender inglés y acabar hablando con fluidez, poder trabajar 20 horas a la semana (de qué vas a vivir sino, loooooco)
• Una maleta medio vacía, azul, grande y vieja. Que pesé tanto y a la vez tan poco como los miedos de los que te quieres ir liberando.






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